domingo, 23 de diciembre de 2012

Cuento Navideño


Yo intentaba escribir un cuento navideño y me ha salido esto, que si podemos denominarlo de alguna forma es de estrafalario. Aunque en realidad no me disgusta del todo el resultado. Sin embargo, siendo yo tan extravagante como lo soy, eso es lógico. Leedlo si os apetece.  



El ensordecedor ruido de la persiana provoca el despertar de aquellos que habían permanecido
en un largo y profundo sueño. Unos cuerpecitos a simple vista sin vida, que guardan en su interior centenares de historias, permanecen apilados unos contra otros como durante todos esos años de doloroso olvido. Están atrofiados, del tiempo de desuso. Si les fuera posible se desperezarían, pero esa acción no está a su alcance.
Finos rayos de sol, que apenas alumbran la estancia, se filtran por la sucia ventana.
Una bailarina comienza una danza en su cajita de música, girando una y otra vez sobre su eje
sin perder el compás. La melodía es dulce y tranquila, y el muchacho de cabellos blancos, como
la nieve al otro lado del cristal, le da cuerda de nuevo para que no cese el baile y tampoco la música. Podría quedarse allí eternamente. Cerrando los ojos, los recuerdos le inundan, y mientras la hermosa y pequeña bailarina sigue girando, se dispone a limpiar el polvo que reposa por todas partes, sin dejar un centímetro libre y haciendo toser a la araña que ha construido su casa en la esquina.
El único problema es el frío, que provoca el entumecimiento de sus delicadas manos a pesar de
los cálidos guantes blancos y el castañear de sus dientes incluso vistiendo aquel grueso chaquetón verde. No lleva bufanda, nunca le han gustado, siempre había tenido miedo de apretársela con demasiado fuerza que no pudiese respirar. Era un miedo estúpido, y él lo sabía, pero, a pesar de ello prefería mantener esos trozos de lana lo suficientemente lejos de él. Los juguetes ya saben eso, por eso los vestidos de algunas de las rubias muñecas de la estanterías habían sido hechos a partir de una bonita bufanda color rubí. También conocen muchas otras cosas sobre su amo, como que aunque escribe con la derecha, prefiere sostener los objetos con la mano izquierda. Sin embargo, siguen sin comprender el motivo de la visita, cuando ya pensaban que la oscuridad que les envolvía se convertiría en la compañera eterna. No pensaban que aquella que con tanta fuerza les aprisionaba, pudiese disolverse de un momento a otro con tan sólo el subir de una antigua persiana. Y mucho menos que el sueño del que eran presos pudiese romperse fácilmente. Pero allí están, con los ojos abiertos, por decirlo de algún modo, y el antiguo compañero de juegos ha vuelto para devolverles la vida, o más bien para hacerles entender que nunca habían estado muertos, sólo dormidos, como en los cuentos de hadas.
Poco a poco, el joven recoge cada muñeco del suelo, lo limpia y si detecta un deterioro lo arregla.
Está preparado para esos casos, así que cuando sostiene el osito púrpura de brillantes botones
negros por ojos, y observa la espuma blanca saliendo de su tripa, saca rápidamente una aguja e hilo de su estuchito rojo y cose la herida.
-Te quedará una pequeña cicatriz-le susurra cerca del oído.
Cuando el albino hunde la aguja una y otra vez en aquel esponjoso cuerpo, el osito deja escapar un gritito pequeño, casi imperceptible. Tiene que ser valiente y dar ejemplo a los demás enfermos que esperan su turno. Si él, el grandioso e intrépido oso púrpura, no era capaz de soportar aquello, ¿quién querría ser el siguiente?

De pronto, la bailarina detiene su coreografía y la armonía de la sala se ve dañada por la ausencia de melodía. El joven deja con delicadeza al oso sobre la mesa de madera, junto a la cajita de música, a la que vuelve a dar cuerda para continuar con su trabajo. No ve posible terminarlo sin el acompañamiento de la repetitiva canción que no abandona su mente y ha comenzado a tararear.

Cuando ya casi ha anochecido, el albino puede enorgullecerse de su trabajo. Se sienta complacido en la mecedora junto a la ventana y observa con una sonrisa de oreja a oreja a todos sus pequeños y tiernos amigos de la infancia. Está realmente satisfecho con la escena, aquellas auras tristes que había encontrado al traspasar la puerta, habían dado paso a miradas llenas de fulgor y vivacidad. Estaban deseosos de poder desempeñar de nuevo su finalidad, ser utilizados para jugar, sacar sonrisas y defender a su propietario del monstruo de debajo de la cama, aquella temible criatura que parecía disfrutar atormentando a los encantadores niños. Aunque claro, aquel joven de pelo blanco ya no es pequeño, hacía tiempo que había dejado de necesitar protección. Tampoco aparenta tener ganas de jugar. Eso sí, han conseguido sacarle sonrisas, aunque no se asemejen a las que les regalaba en el pasado. 
¿Entonces? ¿Qué hace allí?
Un murmullo incesante recorre las filas de los preciosos jueguetes, ahora limpios y hermosos. Pero ninguno halla una respuesta.
Mientras, el de cabello blanco observa la escena con una expresión entusiasta, mas no muestra ideas de lo que puede estar surcando su compleja mente.
Entonces, se levanta, haciendo crujir el suelo bajo su peso, para luego desaparecer por donde había entrado aquella mañana.
El runrún cesa de inmediato. Los juguetes esperan en silencio, interesados en el desenlace de aquella acción.

En el exterior, el frío se incrementa, volviéndose casi insoportable. El joven lamenta no haberse puesto más capas de ropa al vestirse aquella mañana, está congelado. De todas formas, a pesar de no sentir la mitad de su cuerpo, merece la pena permanecer allí estático un rato, contemplando las brillantes estrellas esparcidas en el negro cielo. Siempre le ha gustado observarlo, aunque le hagan sentir tan insignificante.
Sonríe, allí plantado debe causar una divertida impresión. El abrigo que cubre su cuerpo le queda demasiado grande, además, su color verde botella lo hace destacar con la nieve cual oveja negra en un rebaño de ovejas blancas. También tiene que tener la nariz rojísima, puesto que incluso le duele. Por si fuese poco, tiene la boca a medio abrir, helando su garganta con su respiración, y los ojos carmesí están perdidos en el cielo, con la plateada luz de la luna provocando un brillo de igual color en sus cabellos.
Decide moverse por fin, si no se da prisa tendrá que esperar al día siguiente lo que supondría dejar a los juguetes con intriga. No, eso no entra dentro de sus planes. ¡Se ha propuesto hacer felices a todos aquella noche!

Los minutos pasan y los muñecos rompen de nuevo el silencio. ¿A dónde ha ido? ¿Qué quiere? ¿Se ha vuelto a ir para no volver? No, eso es imposible, la puerta no está del todo cerrada, tiene que regresar de un momento a otro. Pero no lo hace, y ya lleva media hora fuera. ¿El frío lo habrá congelado? ¿Le ha sucedido algo malo?
La puerta chirría y el de abrigo verde entra dando pequeños pasitos de la mano de un niño bajito. Tiene el pelo negro, más oscuro que el interior de una cueva, unos ojos que chisporrotean y una enorme sonrisa que le llega hasta los extremos de la cara. No obstante, no es el único. No tardan en aparecer más pequeños, con unas expresiones iguales al del moreno. Están impresionados, ¡hay tantos juguetes y todos son tan bonitos!
También los juguetes se ilusionan. ¡Cuántos niños! ¡Morenos, rubios y pelirrojos!, ¡altos y bajitos!, ¡delgaditos y rechonchitos! ¡Y todos con aquellas miradas que les hacen sentirse deseados de nuevo!
Entonces, el del pelo negro zarandea un poco al albino, que se agacha cuando este empieza a hablarle.
-Nico, ¿podemos llevarnos todos?-pregunta con tono emocionado.
El de ojos carmesí sonríe.
-Por supuesto, es vuestro regalo por ser niños buenos.
Entonces, comienzan a avanzar entre empujones para hacer sus elecciones. Un caballo y un barquito de madera son elegidos por un rubito de ojos oscuros. Las muñecas de elegantes vestidos son para la chica de piel morena. Un chico pelirrojo, cuyo rostro está repleto de pecas, decide llevarse varias marionetas. De este modo, poco a poco, el estante comienza a quedarse vacío entre risas y felices exclamaciones, hasta que cada uno de los antiguos amigos del de nieve por cabellos quedan repartidos entre los asistentes. Sin embargo, ninguno de los pequeños parece haber sentido especial interés por el valiente osito púrpura. Él es fuerte, no va a llorar, pero está triste.
Cuando el cobertizo se queda vacío de nuevo, se siente más solo que nunca, ahora sin ni siquiera sus compañeros a su lado. Por primera vez es consciente del frío, a pesar de su pelaje, el cual le había mantenido lo suficientemente caliente hasta ese momento.

Por suerte, esta sensación no perdura demasiado. Poco después, el albino regresa, suprimiendo las distancias entre la puerta y el osito al caminar a grandes zancadas.

-Tranquilo, tú todavía puedes hacerme feliz a mí.-le dice mientras lo sostiene con su mano izquierda- tienes que ayudarme con los regalos del año que viene.

El oso púrpura contiene las lágrimas, a pesar de resultarle casi imposible. Nico le muestra una sonrisa, que le devuelve la felicidad. Tras esto, lo mete en uno de sus grandes bolsillos del chaquetón verde, para protegerlo del frío, y sale al exterior. En trineo, el trayecto a casa se hace tan breve, que podría compararse con un pestañeo.



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