sábado, 22 de diciembre de 2012

FIN DEL MUNDO

¡Qué decepción de fin del mundo! No sé para vosotros, pero donde yo vivo ni siquiera hubo una nubecita sospechosa que predijera tormenta, ni el mar estuvo embravecido, ni el cielo cogió un extraño color, tampoco ningún meteorito cruzó la atmósfera, ni los zombies nos invadieron,... nada de nada. Es decir, los Mayas no podían equivocarse más. Pero claro, era de esperar. ¿Sabéis la de veces que se han predicho fines del mundo y ninguno ha sido cierto? Muchisísimas. Y digo yo, ¿qué obsesión tiene la gente con querer ponerle fin a la existencia de la humanidad? Aparte de para meterle miedo a tu crédulo compañero/a de clase y reírte un rato, no le veo mucho más sentido.
La cosa es que, aunque tenía claro que este fin del mundo no iba a ser mucho más cierto que todos sus predecesores, esperaba que al menos sucediera algo curioso. No sé, cualquier cosa que me sacara de mi monótona vida. Teniendo en cuenta que nada pasó, echo mano de mi imaginación y os dejo un pequeño relato contándoos como me hubiera gustado que se desarrollase el día. Bueno, realmente no me gustaría.



Cuando abandonamos la oscura sala del cine, la fría noche nos acogió con un precioso cielo estrellado. No se encontraba nada en el ambiente que nos pudiese prevenir de que algo mayor estaba sucediendo. Los coches seguían circulando con normalidad, los pitidos eran frecuentes y la música que emanaba de sus radios nos llenaba los oídos cuando pasaban cerca. Nada extraño o fuera de lugar.
Hicimos la larga caminata hacia la estación entre risas y comentarios sobre la película. Tampoco ésta parecía víctima del fin del mundo, estaba igual que siempre. No había ni más gente de lo corriente, ni menos. Lo justo.
 El tren se retrasó. No el suficiente tiempo para que te percatases de que algo no funcionaba bien, sólo unos minutos a los que apenas echamos cuenta. Así que entramos en el vehículo con toda la naturalidad de quien lo coge a menudo. El interior no era diferente de lo que cabría esperar, ni siquiera estaba vacío. ¿Pero por qué éramos nosotros los únicos que manteníamos conversación? ¿Por qué tanto silencio en un lugar donde lo que menos esperas es encontrarlo?
El tren detuvo su marcha en mitad de la nada. Entre una estación y la otra, sólo campo. Todos dejaron escapar un gritito de confusión mezclado con el miedo y la superstición. Estaban asustados, no, muertos de miedo. Sus rostros reflejaban el espanto de quien se siente atrapado ante un peligro inminente imposible de esquivar.
Pronto descubrimos el motivo de aquel detenimiento tan repentino. No había destino, el mar se lo había tragado.
El revisor cruzó los vagones a toda velocidad, haciendo caso omiso a las preguntas de los pasajeros, los cuales se revolvían inquietos en sus asientos o se levantaban con intención de salir de allí cuanto antes.
Unas pequeñas punzadas comenzaron en mi cabeza. No eran demasiado dolorosas, ni siquiera me molestaban lo suficiente como para que les prestara la atención que les hacía falta. Además, ¿qué podía hacer? ¿Preocupar a mis amigos por aquella tontería?
El tren comenzó a moverse de nuevo, pero esta vez en dirección contraria. Retrocedíamos hacia algún lugar que consideráramos más seguro.
Cuando llegamos a la misma estación donde nos habíamos subido, nos obligaron a desalojar el tren, pero las puertas no parecían estar de acuerdo con aquella idea, pues no se abrían. La electricidad se había ido, así que tuvieron que abrirlas una a una de forma manual.
Ya fuera de aquel medio de transporte, nos mantuvieron a todos unidos en la estación.  Los conductores habían recibido noticias de algunos lugares afectados. Las historias eran diversas, todas terroríficas, pero ninguna parecida. En cada lugar del mundo estaba sucediendo algo distinto.  Estaban los terremotos en el interior y los maremotos en las zonas costeras, por no hablar del meteorito que había causado estragos en Turquía. También habían entrado en erupción centenares de volcanes.
Por suerte, allí, en aquella pequeña estación, estábamos a salvo. O eso creíamos.
Me preocupaba mi familia, no sabía nada de ellos y no contestaban a mis llamadas. Esperaba con todo mi corazón que estuviesen a salvo en algún lugar alejado donde yo pudiese reunirme con ellos pronto.
Fue entonces cuando comenzamos a escuchar gritos provenientes del exterior en convivencia con el sonido de los coches estrellándose. Fuera lo que fuese, sucedía afuera, aquello nos era ajeno, estábamos seguros entre esas cuatro paredes. Espera, ¿de verdad que lo estábamos?
El dolor de cabeza se intensificaba por momentos, y me obligaba a dirigir mis pensamientos hacia él. ¿Qué me estaba ocurriendo?
Dos de mis amigos cayeron al suelo, sujetando su cabeza entre las manos.  Entonces, no sólo ellos comenzaron a quejarse de las punzadas, también los que quedábamos en pie.
Las personas a nuestro alrededor observaban con curiosidad, pero sobretodo con miedo. Poco a poco se habían ido alejando de nosotros, nos veían como un peligro, y seguramente no se equivocaban.
Salí corriendo hacia el baño y me encerré. Algunos de mis amigos que quedaban en pie vinieron a aporrear la puerta, para que saliera o les dejara entrar. Al final, no tuve más remedio que abrirles la puerta.
Teníamos mal aspecto. El reflejo que el espejo nos devolvía era triste, pálido y enfermizo.
De pronto, se pasó del silencio más sepulcral a los gritos más espantosos que nadie hubiese podido escuchar. Dolía simplemente oírlos. Entonces ya no pude más, y caí al suelo, como minutos antes otros lo habían hecho. Y tras de mí, los que quedaban.
Mientras mi cuerpo se retorcía y comenzaba a sentir cambios profundos en mi organismo, mi mente viajó hasta el día anterior, cuando una extraña llovizna había caído. Aquella que me había dejado tan extraña sensación al contacto con mi piel. Esas gotas de lluvia secas que en nada bueno me habían hecho pensar.
Las punzadas ni siquiera podrían seguir denominándose así, pues el dolor no desaparecía en ningún momento, era totalmente constante y comenzaba a atrofiarme el pensamiento, el cual, poco a poco, fue apagándose.

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