viernes, 13 de diciembre de 2013

Una tarde al salir de la Universidad (al estilo de J.D. Salinger)



Corrí como una loca calle abajo, pero no llegué muy lejos. Tengo poco aguante. Muy poco, de verdad. Puede que sea joven, pero no aguanto más de 20 metros sin morirme. La cosa es que había ido a pintar al Parchís, que es ese edificio de colores donde vamos a trabajar. Da pena. No hay nada, y lo que hay está roto. Los atriles, las mesas y eso. Mi cuadro lo había tenido que sujetar al atril con un pedazo de alambre que llevo siempre enrollado en el estuche, no sé por qué, pero ahí está, y por fin me había servido para algo más que para distraerme en clase.
Me había pasado como tres horas desenredándolo, y todo para que no se cayera el maldito cuadro.
Todo hay que decirlo, y es que me estaba quedando muy bien, no quería que se cayera y se estropeara.
A la chica esta de clase, Clare Cornwall, le habían roto un cuadro. Pero eso fue cosa de una profesora loca del taller de pintura del otro grupo. Se ve que no se lleva bien con nuestro profesor, el señor Shiedfild. Es un tipo raro, el señor Shiedfild. Es como un palo con poco pelo de color como blanco, y lleva siempre una túnica hasta los tobillos. Está hecha polvo, se le salen los hilos por todas partes, y cuando anda parece que tiene que dar una gran impresión, porque ondea y eso, pero nada más lejos de la verdad. Lo cierto es que resulta bastante cómico. Y además da la impresión de que siempre va fumado o algo.
Pues había visto el nuevo cuadro de Clare en clase, más que nada porque siempre los hace gigantes, y trabaja a mi lado prácticamente. Yo estaba sola, porque me sentía inspirada para pintar y me había saltado la clase que tocaba en el otro edificio. No me dieron buenas ideas. Quiero decir, esa chica, Clare, me cae horriblemente mal. Es la típica metomentodo listilla que sólo busca atención. No la aguanto, en serio, y al ver su cuadro allí solo se me pasaron locuras por la cabeza, pero no hice nada. Claro que no. No hubiera podido, no soy alguien capaz de hacer esas cosas, pero ganas me dieron.
Bueno, pues acabé de pintar por ese día y básicamente estuve haciendo el indio encima del escenario hasta que me cansé. En mi sitio de trabajo, al lado, hay como un escenario pequeño donde se suben los modelos a posar para la clase de dibujo. Me encanta ese escenario, siempre que puedo, me subo. En realidad me encantan los escenarios en general. Estar encima de uno te da todo el poder. Es decir, cuando estás recitando algo, o estás actuando, tienes a todo el mundo pendiente de ti, y verlos desde arriba te hace ser más consciente de la influencia que eres para ellos en ese momento. Un simple movimiento tuyo puede hacerles sentir mil cosas, si levantas una mano, es expectación o susto, por ejemplo. Lo ves en sus caras, tú los manipulas como quieres, los llevas a tu historia. Es francamente genial.
Pero a veces, cuando estás solo, lo único que te apetece es hacer el indio. Pues me estuve un buen rato, hasta que me harté y me fui al edificio principal para dejar las bolsas de pintura en mi taquilla. Iba sola por la calle y hacía un frío de mil demonios. Al llegar a la calle de la facultad, entreví en las sombras (ya era de noche) a un chico de clase amigo mío, Brandon Bonham. Me cae muy bien, pero es el tipo más pesimista del mundo. Brandon Bonham. Qué chico. A veces me dan ganas de echar a correr cuando estoy con él demasiado tiempo. Su pesimismo te absorbe, como una niebla, es horrible. Pero en general me cae bien. No me hubiera importado encontrarme con él en ese momento, pero entonces oí una risa de voz chillona. Era inconfundible, desde luego. Jen Hyde. Es mi amiga y todo eso, pero no la aguanto mucho. Quiero decir que siempre está riendo, por todo, siempre. Dice algo, se ríe. Me pone de los nervios, de verdad. Y habla muchísimo, es como una locomotora. A veces es buena compañía, otras no tanto. Y siempre hace soniditos típicos de los cómics manga. Es una obsesionada del manga, parece que haya salido de uno. También lleva peluca. Supongo que cree que no me he dado cuenta, pero sí. Soy muy observadora, especialmente para los pequeños detalles. Le veo la rejilla de la peluca cuando agacha la cabeza, o cuando se la recoloca bien, supongo que inconscientemente, y se nota una barbaridad. No sé qué le pasa. Una vez supuse que tendría leucemia o cáncer, pero nunca le he preguntado. Esas cosas no se preguntan.
Pues la oí reír y me puse en tensión. No quería aguantarla, no estaba de humor para eso. Hay que estar en vena. Empecé a andar muy deprisa para pasar de largo y que no me vieran. Error mío, porque quedé justo delante suyo. Agucé el oído por si oía algo que indicara que me habían visto, pero no pasó nada. Entré en la facultad, subí las escaleras hasta el último piso y fui hacia el final del pasillo, donde está mi taquilla. Llevaba mis botas bajas, que hacen un ruido de mil demonios al andar. Es la maldita suela. Guardé la bolsa y entonces se atascó al llave en la cerradura del candado. Iba escuchando de fondo que Brandon y Jen también estaban subiendo al pasillo donde yo estaba. Me puse nerviosa, y al final cogí el candado entero y pasé la esquina para seguir peleándome hasta que saqué la llave. Entonces ellos ya estaban en el pasillo, pero me arriesgué, puse mi mejor expresión de alguien con prisa y salí a dejar el candado en su sitio. Volví a la esquina y bajé por las escaleras de ese lado. Ni siquiera me molesté en echar un vistazo cuando había salido. Seguro que si lo hubiera hecho me habrían visto, si no lo habían hecho ya, pero diría que no, porque no me llamaron ni nada. Son los típicos que si te ven en la calle a cien metros, te saludan aunque sea a gritos.
Pues bajé corriendo y mis botas se escuchaban como unas endemoniadas. Menos mal que quería pasar desapercibida. Salí de la facultad y me fui hacia el tranvía. El semáforo estaba de mi parte y se puso verde para peatones cuando llegué. Pasé a toda prisa y ni siquiera reparé en la prostituta que había allí plantada. Siempre hay unas cuantas por ahí a esas horas, no les importa un carajo que estén enfrente de una universidad. Me dejan sin habla.
Pues iba casi corriendo y me pareció oír que me llamaban. Era casi imposible, porque había salido antes que ellos y mucho más deprisa seguro. Me sonó a Jen. Oí como un silbido de cuando se llama a las cabras, y eso sólo podía salir de ella. Lo digo en serio, jamás conoceréis a nadie más de campo que Jen Hyde. Vivía con sus padres en una especie de granja en algún sitio como Ibiza. Pues de repente me dieron unas ganas locas de correr. No sé, supongo que la situación fue la mayor culpable. Así que eché a correr por la calle, pero enseguida me cansé. Me empezó a fallar la respiración. Siempre me pasa lo mismo, no es por el aguante muscular, es culpa de la maldita respiración. Siempre intento mantenerla normal y acompasada cuando corro, y entonces de repente me sabe a poco y doy una gran bocanada de aire porque creo que me ahogo. A partir de ahí el ritmo baja hasta que paro del todo. Pues di una gran bocanada de aire y se me llenaron los pulmones de viento helado. Se me congelaron. Entonces no pude volver a coger aire de nuevo, pero me obligué a correr un poco más, casi sin respirar. Al final paré y caminé, primero a buen paso, y luego más lentamente. Costó largo rato, unos diez minutos volver a respirar normal, pero aún me ardían los pulmones. Me tapé hasta las orejas con la bufanda y respiré por ahí, calentándome la cara.  Eso me iba de maravilla, y al final volví a respirar normal. Llegué a la siguiente parada del tranvía y me subí al primero que pasó. Dentro se estaba caliente, y de repente me sentí muy bien. Me senté en un sitio libre e intenté calmarme. Sonará raro, porque con la carrerita había avanzado bastante, pero me puse nerviosa cuando el tranvía no arrancó. De verdad, no quería ver a nadie, me imaginaba que aparecería Jen Hyde de repente en el puñetero tranvía. Pero evidentemente, no pasó. Cuando arrancó me relajé considerablemente, y al llegar a la parada me dio una pereza inmensa salir de allí.
No tenía nada que hacer, así que me encaminé hacia una cafetería que quedaba cerca. Pedí un café navideño, que es una especialidad que hacen en esa época en muchos sitios, y que allí estaba buenísimo. Estaba ardiendo, era genial. La chica de la barra me dio una cucharilla para el café. Nunca lo hacían, nunca te daban la maldita cucharilla. Ese gesto tan simple me animó. Es una tontería, sí, pero esos detallitos son los que te alegran el día. Y puso mi nombre en el vaso con letras doradas. Me di cuenta cuando me senté, me resultó muy gracioso. Pillé un sitio en una esquina, donde pudiera estar tranquila y cómoda. Miré el móvil, pero lo guardé enseguida. No me apetecía socializar ni nada de eso. Así que me quemé la garganta con un sorbo de café, saqué una libreta de la bandolera y empecé a escribir:

Corrí como una loca calle abajo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario